Fallar lo más rápido posible

En el libro “Arte y miedo: Observaciones sobre los peligros (y recompensas) de hacer arte” se narra la historia de un profesor de cerámica, que dividió a una de sus clases en dos grupos:

  1. Al primer grupo le pidió que realicen la mayor cantidad de piezas de cerámica posible durante el semestre, y su nota dependería de la cantidad que produjeran.

  2. Al segundo grupo se le presentó que produjeran una única pieza perfecta a lo largo del semestre, y su nota dependería de la calidad final de su única obra.

Aunque pueda parecer poco intuitivo, la historia concluye con que el grupo Cantidad terminó presentando obras de calidad mucho mayor al grupo Calidad, y atribuye estos resultados a que el primer grupo tuvo la oportunidad de probar muchas técnicas, practicar, y sobre todo, cometer errores y aprender de ellos, mientras que el segundo grupo se paralizó ante la idea de conseguir la perfección en un solo intento. Esta historia no busca comparar metodologías de trabajo de manera tajante, sino más bien sembrar una idea simple pero poderosa: que equivocarse —si lo hacemos con intención y en entornos seguros— puede ser una vía muy efectiva de aprendizaje.

Esta historia, popularizada por el libro Art & Fear de David Bayles y Ted Orland, ha sido contada en muchos otros contextos —desde la fotografía hasta la escritura— porque resume con claridad un patrón común: la excelencia muchas veces nace del volumen, no de la obsesión por hacerlo perfecto a la primera.

Ágil vs. Tradicional

En el entorno de la gestión de proyectos, existen lo que se pueden llamar dos generaciones. La primera, llamada Tradicional, a menudo se asocia con el enfoque “en cascada”, es el que se supone que los humanos usamos desde que iniciamos los primeros grandes proyectos en nuestra historia, aunque se formalizó en el siglo XX, con la fundación del Project Management Institute (PMI) en 1969. Este enfoque se caracteriza por la planificación detallada y secuencial de todas las etapas del proyecto antes de comenzar su ejecución. Se asume que los requerimientos son estables y pueden definirse completamente desde el inicio, y que los cambios son costosos y deben evitarse. Este modelo funciona bien para proyectos con objetivos claros y tecnologías maduras, como la construcción de edificios o la manufactura industrial.

La segunda generación, conocida como la gestión Ágil de proyectos, surgió más recientemente en respuesta a las limitaciones de la gestión tradicional en contextos que cambian rápidamente y exigen una flexibilidad y adaptabilidad que muchas veces no son compatibles con una planificación detallada y secuencial. La formalización de esta nueva generación de le gestión de proyectos llegó en 2001 con la publicación del Manifiesto Ágil. La metodología Agile (Ágil) es similar a la metodología Lean de Toyota, que si bien surgió en un entorno industrial, sirvió para impulsar la transición hacia la gestión ágil de proyectos, alejándose de las metodologías tradicionales, tanto Lean como Agile buscan eliminar los desperdicios, adaptarse al entorno, y llegar a “lo que quiere el cliente”, pero existe una diferencia clave en ambos enfoques, dado que la metodología Lean surge en el ámbito de la manufactura, requiere enfocarse en la entrega de un producto final, mientras que la metodología Agile tiene sus raíces en el desarrollo de software, y se basa en las entregas tempranas y la retroalimentación.

Fallar bien

Estamos acostumbrados a suponer que fallar o realizar una entrega parcial de una solución es algo malo. Si bien es sabido que “de los errores se aprende”, el solo hecho de pensar en cometer un error puede ser suficiente para que algunas personas se paralicen, se estresen o se nieguen a siquiera intentar algo.

El miedo a fallar proviene del entorno y las experiencias que adquirimos con el tiempo. Pensemos en un bebé aprendiendo a caminar: se levanta, da unos pasos tambaleantes, cae, y vuelve a intentarlo una y otra vez, sin frustración ni vergüenza. No conceptualiza sus caídas como "fracasos", sino como parte natural del proceso de aprendizaje. Sus padres lo alientan y celebran cada intento, independientemente del resultado. Esta actitud innata de persistencia y experimentación sin miedo es algo que, irónicamente, vamos perdiendo a medida que crecemos y nos exponemos a las expectativas y juicios sociales.

Las metodologías ágiles dan un giro radical a esta perspectiva, transformando el "fallo" en una herramienta valiosa de aprendizaje y mejora continua. En lugar de evitar los errores a toda costa, nos invitan a "fallar rápido" (fail fast) como una estrategia deliberada para descubrir las debilidades de nuestras soluciones en etapas tempranas del desarrollo. Cada iteración fallida no es un fracaso, sino una oportunidad de obtener información crucial que nos ayuda a refinar nuestra comprensión del problema y ajustar el rumbo de nuestro proyecto. Este enfoque nos permite identificar obstáculos, validar hipótesis y, lo más importante, aprender de manera eficiente antes de invertir demasiados recursos en una dirección equivocada.

Este patrón no se limita al mundo del software o la cerámica. Lo vemos también en alguien que aprende un nuevo idioma cometiendo errores al hablarlo en voz alta, en deportistas que repiten un movimiento hasta que se vuelve instintivo, o incluso en relaciones personales, donde la honestidad y los tropiezos a veces construyen más que la perfección fingida.

Un entorno seguro

Este paralelismo entre el proceso de aprendizaje infantil y las metodologías ágiles no es casual. Así como los padres crean un entorno seguro donde el niño puede experimentar y fallar sin consecuencias negativas, las metodologías ágiles buscan establecer un marco de trabajo donde los equipos puedan innovar, probar y aprender de sus errores de manera constructiva. La celebración de los pequeños logros, como aplaudir los primeros pasos tambaleantes de un bebé, encuentra su equivalente en la valoración de los "productos mínimos viables" y las iteraciones tempranas en el desarrollo ágil.

Podemos ver cómo en la historia de la clase de cerámica existe un paralelismo entre la práctica y las soluciones parciales (o entregas tempranas). El grupo Cantidad practicó un enfoque ágil sin saberlo, mientras que el grupo Calidad reflejó la presión de la gestión tradicional por un resultado perfecto desde el inicio. El grupo que produjo múltiples piezas estaba, sin saberlo, aplicando los principios de iteración rápida, aprendizaje a través de la experiencia y mejora continua. Cada pieza de cerámica representaba una oportunidad de experimentar, fallar y aprender algo nuevo, de manera similar a cómo las entregas al final de cada etapa en un proyecto ágil permiten al equipo refinar su enfoque y mejorar sus resultados.

Aunque las metodologías ágiles nacieron en el mundo del desarrollo de software, sus principios fundamentales - la iteración rápida, el feedback temprano, y la valoración del aprendizaje a través de la experiencia - son aplicables a prácticamente cualquier campo. Ya sea en educación, arte, negocios o desarrollo personal, la disposición a "fallar rápido" y aprender de cada intento nos permite alcanzar resultados que superan lo que podríamos haber logrado persiguiendo la perfección desde el primer momento.

Sin embargo, es importante reconocer que el enfoque de “fallar rápido” y las metodologías ágiles no son universales. En entornos donde el precio por fallar es extremadamente alto —como en la construcción de infraestructura crítica, la medicina o la aviación—, los errores pueden tener consecuencias irreversibles que superan el valor del aprendizaje iterativo. En tales casos, la planificación exhaustiva de la gestión tradicional o la precisión sistemática de Lean pueden ser más adecuadas, recordándonos que el éxito depende no solo de abrazar el fracaso, sino de elegir el método correcto para el contexto. Así, mientras el bebé aprende a caminar en un entorno seguro y el ceramista perfecciona su arte con cada pieza, los equipos deben discernir cuándo el riesgo de caer justifica la lección que deja.

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